Cartas de amor y sombra

Cartas de amor y sombra

Había una vez hace muchos años en los tiempos aquellos en los que los guerreros luchaban con espadas y arcos y flechas. En los tiempos en que los reyes lideraban las batallas y los súbitos le seguían detrás. Los reyes eran nobles, fuertes y valientes con un gran sentido de la razón y  la justicia. Vivían por su pueblo y aunque a veces se equivocaban tenían la responsabilidad de subsanar los errores aunque eso equivaliese su propio sacrificio por el bien de su pueblo.

Hubo un Rey en aquel tiempo tan justo y sabio que era benevolente con todo su pueblo. Sabía simpatizar de una forma natural con la gente. Nunca ordenó ninguna ejecución, no hubo motivo. Aunque esto le pudiera hacer parecer débil ante sus propios enemigos. Lo cierto que su pueblo lo amaba; los habitantes de otros pueblos lo respetaban y los demás reyes contrincantes lo imitaban.  Nadie podía hacerle frente porque eso se suponía ganarse muchos enemigos.

Cómo iba a sospechar ese Rey tan justo. Que como suele ocurrir a los grandes líderes, los mayores traidores y contrincantes están en su entorno más íntimo. Fue mediante un pacto ruin entre hermanos y caballeros leales a la corona que enviaron al Rey al calabozo. Fue víctima del peor de los delitos: “Un rumor” que nunca se pudiera comprobar.

Fueron muchos años los que el Rey Justo estuvo encerrado en el calabozo de una torre. Más años preso que libres. Dice la poca gente que lo ha visto que siempre se mantuvo impoluto y con una pose templada. Había pedido y con privilegio de rey concedido. Además de un catre humilde, una mesa, una silla, papel, mucho papel y una pluma con su tintero.

En el silencio de su soledad el Rey cerraba sus ojos para poder revivir todos los momentos vividos en su pasado. Las guerras, batallas, triunfos… También recordaba a su familia, sus amigos… La gente que amó, sus compañeros de viaje, sus criados, los campesinos… La gente que dejó sin hogar, los caballeros que perdieron las batallas, aquella bruja que un día se cruzó en su camino para darle la buenaventura… la gente que le enseñó… aquella gente que en un principio no era nada en su vida y sin embargo en la soledad de su castillo tenían sentido y los añoraba.

El gran Rey cogía su pluma empapada de tinta y con toda su presencia que no perdía, dejaba que su mano danzase con la pluma sobre el papel en blanco y empezó a escribir. Escribía tantas cartas como gente se había cruzado en su camino. Les hablaba con el corazón en la mano. Agradecía su compañía, su enseñanza. Les daba las gracias por haber formado parte de su vida, lo importante que fue cada uno de ellos para un Rey que solo pretendió ser justo. No escribía por escribir. Cada carta estaba personalizada y sus mensajes estaban escritos con tanto amor que era imposible no llegar al corazón del destinatario.

Escribió a su padre del que heredó su valor a la hora de enfrentarse a las batallas. A su madre de la que heredó un sentido hético y moral. A su esposa, princesa de otra corona, que con sus quince años organizaron su boda por el beneficio de ambos reinos y aunque en un principio no hubo amor, si hubo mucho respeto pues dos reinos debían de ser gobernados.  De ella aprendió a valorar la belleza. A Sus cuatro hijos que eran su motivo de orgullo. No olvidó a nadie. A cada uno de sus guerreros y vasallos; al más humilde de los campesinos de su reino. Puesto que él conocía a todos por sus nombre. Escribió también a la bruja que vivía escondida en sus bosques y que un día le leyó su buenaventura. Quién le iba a decir que ella le predijo que viviría en lo alto de una gran torre. También se acordó de un bravo guerrero enemigo que después de una dura batalla se miraron con brillo en los ojos y se amaron mutuamente bajo el cobijo de un gran roble. Incluso escribió también frases de amor a sus propios traidores.

Cada carta era lanzada por el único ventanuco que tenía la estancia, dejando pasar levemente una ráfaga de luz dando un aspecto a la estancia casi en penumbra. Cada carta era arrastrada por el viento o agarrada por los pájaros que por allí volaban encargándose de llevar los mensajes y confesiones del Rey a sus destinatarios.

Los habitantes del reino y de todos los reinos iban recibiendo de una forma casi mágica unos pergaminos que cuando empezaban a leerlos se quedaban hipnotizados por palabras simples y sencillas, pero cargados de una verdad y un sentimiento tan puro que les hacía imposible apartar las miradas de unas cartas escritas por el poder más absoluto jamás derribado. “Amor”

Cada individuo a medida que iban leyendo su carta, no podía dejar de releerla y volverla a releer. Cada uno de formas diferentes. Unos llenos de gozo, otros gritaban su nombre, otro le amaban, otros lloraban o se condenaban ellos solos por sus actos, algunos se excitaban solo de pensar en él y aunque las cartas no necesariamente hablaban de sexo, la releían una y otra vez con la intención de encontrase deseado o deseada… Pero nadie, ningún habitante de ningún reino podía sacarse al Rey Justo de su mente. Lo amaban, simplemente deseaban estar con él, tenerlo al lado. Fue tanto la obsesión que se prendió por ese Gran Hombre que todo el mundo tuvo la necesidad de poseer lo. Todos los habitantes de todos los reinos emprendieron una peregrinación hacia el castillo donde estaba encerrado el Rey Justo.  Millares de personas de todos los lugares peregrinaban hacia donde se situaba su ídolo. Los guardianes del castillo por otra parte atrincheraban las puertas para que nadie de fuera pudiera acceder a su interior. Defenderían el lugar hasta la muerte si fuera posible para proteger a su Señor de terribles fanáticos.

Fue tanto la locura entre guardianes y visitantes que era incalculable contar la multitud de la gente que allí había. Gritos, empujones, flechas y aceite ardiendo cayendo de las murallas del castillo para impedir que entrara la avalancha. Pero nada los detenía. Tiraron la puerta abajo y entraron al castillo.  No había guardianes ni atacantes. Sólo amantes desesperados por encontrar a su verdadero amor, el amor verdadero que esta vez tenía nombre propio: El Rey Justo.

Fue la avalancha derribando todo lo que encontraba a su paso hasta llegar al calabozo de la torre donde se encontraba el gran Rey. Tiraron la puerta abajo, sacaron al monarca en volandas y lo llevaron hasta el interior del gran claustro del castillo. Todos deseaban tocarlo, besarle, acariciarlo, amarlo… La gente empujaba para poder acceder a él. Se caían y se pisaban hasta algunos quedar aplastados por las masas. Era sorprendente la serenidad que reflejaba el rostro del monarca. Como si se encontrara en un dulce sueño o en un remanso de paz. Esto a la vez avivaba el fanatismo por aquel Santo en el que se estaba convirtiendo el monarca. Le arrancaron las ropas, le tiraron del pelo, empezaron a pellizcarle, besarle, morderle… Comérselo… Hasta que de él no quedó ni los huesos.

Solo cuerpos perdidos con manos vacías y bocas ensangrentadas lloraban por un amor que no supieron cuidar.

El cielo nunca puede ser un lugar físico o lo destruiríamos. Es mucho más sencillo llegar a él. Vibrar en el Amor Universal.

Desde el jardín del alma.

                                                  Siso Santos.